domingo, 7 de octubre de 2007

el café de Nicanor

-Un fanta- dice el cliente.

Es un tipo de unos veinticinco años, con alguna huella de un acné tardío y una sonrisa un tanto estúpida. Yo, perplejo, me quedo esperando mirándole fijamente a los ojos. Probablemente el tipo no tiene ni idea de por qué le miro. Probablemente lleva aprendido el magnánimo discurso desde que entró en el bar, temeroso de que el barman (ese ser, horrible mitad deidad enigmática mitad malabarista experto en exóticos nombres de cocteles) le dirijiese la palabra para algo más que para decirle cuánto le debía.

-Un fanta- debió repetirse unas siete u ocho veces antes de decidirse a acercarse a pedir.
-Un fanta, pidelo así. Solo dí "un fanta" y huye antes de que cruce más de dos palabras contigo.

Y en aquélla ensoñación debía permanecer mientras yo le miraba fijamente, sin reaccionar, sin responder a su discurso aprendido.

El nerviosismo comenzó a aflorar en su cara. Una idea le salía desde dentro de su estúpida alma como un tartajoso que ha tardado 1 minuto y medio en dar la dirección de su casa en una emergencia doméstica mientras la operadora del 112 espera impaciente. Sintiéndose aún más estupido de lo que de por sí es pensando que quizá se ha equivocado y ha dicho "fantasma" en lugar de fanta, o le huele mal el aliento... o tiene algo en los ojos... una legaña fortuíta que atrae sobremanera la atención del camarero, que permanece inpertérrito e imperturbable.

-¿qué?- logra decir por fín

Le miro ampliamente, dudando de si en verdad no sabe por qué no he obedecido directamente a su mandato y me he quedado mirándole o se está quedando conmigo. ¿Puede un ser humano no ser consciente de semejante obviedad? ¿Soy yo quizá un pedante inmisericorde que espera a la mínima de cambio para hacer sufrir al cliente y así, de paso, cumplir con las aterradas espéctativas de los, como en el caso de éste, clientes más introvertidos?

-Un fanta- vuelve a decirme, casi ansioso.

Parece a punto de golpearme con lo primero que pille y echar a correr lejos de mi mirada implacable de demonio-camarero.

-¿De naranja o de limón? -digo al fín saliendo de mi propio "enmimismamiento".

Él arquea las cejas incrédulo. No sabe dónde meterse. Parece desorientado pero, afortunadamente, aliviado.

-De naranja- dice con ahínco, como si mi pregunta hubiera sido la mas obvia que hubiera oído en su vida.

-¿De qué va a ser?- seguro que está pensando- Si fuera de limón habría pedido una fanta de limón.

Me quedo absorto un segundo, o quizá dos, intuyendo que, en parte, sí que era obvia la pregunta, al menos desde un punto de vista inconsciente.

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