lunes, 8 de octubre de 2007

actos inexplicables

El sol se cierne sobre las áridas lomas de arena quemada que rodean Útero. Nadie esperaría encontrar sombra en sus calles ni en el desierto que la rodeaba por todas partes. Nadie habría sobrevivido nunca al desierto. Tan solo poner un pie en su arena podrida y habrían muerto de sed y calor. Solo un paso. Una bota sobre el suelo movedizo y ¡zas!... la muerte del incauto. Repentina y vil.

Pero Él venía del desierto. Las mujeres y los niños, situados en el extremo de la ciudad más cercana al mar de arena, junto al pozo y la iglesia, miraban atónitos la sombra del vaquero proyectada contra el sol.

Él vestía de negro. Era el único color que era capaz de apreciar aparte del blanco y el gris. Solo vestía de negro y ése y el marrón del polvo y la arena que le cubrían eran las unicos tonos diferenciables en su ropa.

Sus dos pistolas tintineaban junto a sus caderas, reluciendo. La calavera plateada de la hevilla de su cinturón mandaba guiños a los ciudadanos que le observaban llegar. La katana se movía en su espalda al paso cansado de su caballo, Górgona, también negro. En sus ojos relucía la muerte, la arena y el silencio que le había acompañado en los tres días que había pasado recorriendo el desierto.

Escupió a un lado y se detuvo frente a la entrada de Útero, junto a La Loma Lengua.

Fue solo un segundo, pero todos vieron que su sonrisa, bajo la sombra del ala de su sombrero, era roja como la sangre roja. Y a la vez blanca, como la hoja de su katana al surcar el viento.



-Hemos llegado, Górgona- dijo.



Y el caballo relinchó sobrecogiendo a todos los ciudadanos.




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