viernes, 26 de octubre de 2012

el espectáculo está a punto de comenzar


Redoble de tambores. El público expectante. El maestro de ceremonias pide que se levante el telón. El payaso guasón embadurna de tarta la cara del payaso triste para romper la tensión. Los focos dan a luz a una figura sobre la pista. Una señora se desmaya. Y todos ellos, el maestro, los payasos, los trapecistas polacos, el tragador de sables y el lanzador de cuchillos, la mujer barbuda y toda la maldita orquesta son la misma persona. Sobre las tablas un hombre, solo con sus CIRCUStancias. El respetable clava sus ojos en él y, tal que el proverbial abismo de Nietzsche, él les devuelve la mirada. Hace sonar una cuerda, tan solo un bordón de escalofrío, solo un acorde que explota en sus manos… y la magia, por un instante, existe. Partícipes mudos del milagro vemos aparecer ante nuestros ojos toda una serie de imágenes, un tren de
recuerdos que descarrila ante nosotros. La arena de la playa se desborda sobre el escenario, cargada de sonidos de viejas canciones, formando islas de otros versos, de otras voces, de otros sueños. Antonio Martínez Ares abre la boca y de su garganta nace un canto sin edad, un canto con patria, con bandera y con madera de revolución, un, como dijo el poeta, canto de veras. Y el mundo más allá de estas cuatro pistas se esfuma. Se ruega máximo silencio.

En medio de una exclamación ahogada Antonio ejecuta los pasos del baile más antiguo de la historia: desde que el hombre es hombre. Poner voz, ritmo, rima y cuerpo a la Idea, esa Idea que llevó al ser humano a poner nombre a los animales.Pone nombre a nuestros pensamientos, nos vemos reflejados en su espejo de barraca; nos habla directamente al alma, y eso nos convierte en parte del show. Su canto es mordaz, su canto es veraz; su canto es voraz y nos mantiene en vilo. Pertenece a esa rara variedad de Verdad que sólo algunos sabe hacer suya y evocar en voz alta sin que se vean las costuras, sin que se vea el truco. La paloma sale de su sombrero de brujo y todos nos guiñamos los ojos entre nosotros. La retroalimentación fluye en descargas de nuestras miradas a sus manos, de su canto a nuestras ansias. Sin que nos demos cuenta siquiera nos cuenta su historia, que también en parte es la nuestra, nos abre el baúl de su requiebro íntimo y se desnuda ante nosotros prenda por prenda, verso a verso. Y allí, expuesto, abierto en canal para nuestras pupilas gustativas, convierte el auditorio en una fiesta entre amigos, en un abrazo en la orilla del mar, en un vis a vis con cada uno de nosotros.

Una voz sobre su hombro, una voz cuyo propietario él no puede ver por el cegador acoso de los focos, trata de guiarlo al siguiente verso. A veces le hace caso, a veces se lo quita de encima de un manotazo y tan solo responde al instinto. Le habla de la cábala, de la observancia de la palabra pronunciada, de hipnosis y catarsis… pero a veces también se ceba en dar lectura a un manifiesto oscuro y con dientes, un engranaje de heridas abiertas y sal esparcida que hace que tiemblen sus trastes. El público se sobrecoge. El médico de la sala se adelanta un paso. Pero nuestro héroe se repone. Hace de tripas corazón. Condena a galeras la bilis de los versos que no deberían rimar con él. Y envida de nuevo con todas sus entrañas, y revienta ante nosotros con tanta fuerza que nos quedamos completamente mudos. Porque el escenario es suyo. Porque se pertenece a sí mismo por más que se deje la piel y la garganta para con nosotros.

Y el público, ese público que aplaude, ese público que se come sus palabras con avidez… ese público que lo premia y castiga según su caprichoso antojo, ese que se cree con derecho a ponerle cadenas y hacerlo bailar al son que les plazca… ese público no puede evitar sucumbir, claudicar y romperse en una sagrada ovación. Porque lo que tienen delante, lo que tenemos delante, amigos, es un alma transparente que toca nuestras fibras como quien rasguea las seis cuerdas de una afinada guitarra. Es armonía. Es poesía. Es arte. Y el arte, cuando es puro y es sincero, derrumba cualquier barrera. Desnudo sobre el escenario dispara el último acorde, certero y directo al centro del corazón, y efectúa una cómica reverencia, riéndose de sí mismo, siendo otra vez el payaso triste, el payaso guasón, el maestro de ceremonias… el circo entero ante nuestras perplejas miradas. Deja la guitarra en su cuna, sonríe al respetable, toma del perchero un sombrero y una gabardina que no son suyos, sale por la puerta de atrás y se pierde, anónimo entre nosotros, mezclado entre nuestros pasos, viendo cosas que los demás no somos capaces de ver, anotando en su cuaderno de viaje (tan viejo como el tiempo, tan joven como la marea que sube) otras palabras, otros sueños, otros versos, con los que volver mañana, de nuevo, otra vez, a ponernos el pulso en vilo.

Señoras y señores, ladys and gentlemen, niños y niñas… la función que acaban de presenciar volverá pronto a sus ciudades. Se ruega máximo silencio. Peligra la vida del artista. 

Israel Alonso

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