Redoble de tambores. El público expectante.
El maestro de ceremonias pide que se levante el telón. El payaso guasón
embadurna de tarta la cara del payaso triste para romper la tensión. Los focos
dan a luz a una figura sobre la pista. Una señora se desmaya. Y todos ellos, el maestro, los payasos, los
trapecistas polacos, el tragador de sables y el lanzador de cuchillos, la mujer
barbuda y toda la maldita orquesta son la misma persona. Sobre las tablas un
hombre, solo con sus CIRCUStancias. El respetable clava sus ojos en él y, tal
que el proverbial abismo de Nietzsche, él les devuelve la mirada. Hace sonar
una cuerda, tan solo un bordón de escalofrío, solo un acorde que explota en sus
manos… y la magia, por un instante, existe. Partícipes mudos del milagro vemos
aparecer ante nuestros ojos toda una serie de imágenes, un tren de
recuerdos que descarrila ante nosotros. La arena de la playa se desborda sobre el escenario, cargada de sonidos de viejas canciones, formando islas de otros versos, de otras voces, de otros sueños. Antonio Martínez Ares abre la boca y de su garganta nace un canto sin edad, un canto con patria, con bandera y con madera de revolución, un, como dijo el poeta, canto de veras. Y el mundo más allá de estas cuatro pistas se esfuma. Se ruega máximo silencio.
recuerdos que descarrila ante nosotros. La arena de la playa se desborda sobre el escenario, cargada de sonidos de viejas canciones, formando islas de otros versos, de otras voces, de otros sueños. Antonio Martínez Ares abre la boca y de su garganta nace un canto sin edad, un canto con patria, con bandera y con madera de revolución, un, como dijo el poeta, canto de veras. Y el mundo más allá de estas cuatro pistas se esfuma. Se ruega máximo silencio.
En medio de una exclamación ahogada Antonio
ejecuta los pasos del baile más antiguo de la historia: desde que el hombre es
hombre. Poner voz, ritmo, rima y cuerpo a la Idea, esa Idea que llevó al ser
humano a poner nombre a los animales.Pone nombre a nuestros pensamientos, nos vemos reflejados en su espejo de
barraca; nos habla directamente al alma, y eso nos convierte en parte del show.
Su canto es mordaz, su canto es veraz; su canto es voraz y nos
mantiene en vilo. Pertenece a esa rara variedad de Verdad que sólo algunos sabe
hacer suya y evocar en voz alta sin que se vean las costuras, sin que se vea el
truco. La paloma sale de su sombrero de brujo y todos nos guiñamos los ojos
entre nosotros. La retroalimentación fluye en descargas de nuestras miradas a sus
manos, de su canto a nuestras ansias. Sin que nos demos cuenta siquiera nos
cuenta su historia, que también en parte es la nuestra, nos abre el baúl de su
requiebro íntimo y se desnuda ante nosotros prenda por prenda, verso a verso. Y
allí, expuesto, abierto en canal para nuestras pupilas gustativas, convierte el
auditorio en una fiesta entre amigos, en un abrazo en la orilla del mar, en un
vis a vis con cada uno de nosotros.
Una voz sobre su hombro, una voz cuyo
propietario él no puede ver por el cegador acoso de los focos, trata de guiarlo
al siguiente verso. A veces le hace caso, a veces se lo quita de encima de un
manotazo y tan solo responde al instinto. Le habla de la cábala, de la observancia de
la palabra pronunciada, de hipnosis y catarsis… pero a veces también se ceba en
dar lectura a un manifiesto oscuro y con dientes, un engranaje de heridas
abiertas y sal esparcida que hace que tiemblen sus trastes. El público se
sobrecoge. El médico de la sala se adelanta un paso. Pero nuestro héroe se repone.
Hace de tripas corazón. Condena a galeras la bilis de los versos que no
deberían rimar con él. Y envida de nuevo con todas sus entrañas, y revienta
ante nosotros con tanta fuerza que nos quedamos completamente mudos. Porque el
escenario es suyo. Porque se pertenece a sí mismo por más que se deje la piel y
la garganta para con nosotros.
Y el público, ese público que aplaude, ese
público que se come sus palabras con avidez… ese público que lo premia y
castiga según su caprichoso antojo, ese que se cree con derecho a ponerle
cadenas y hacerlo bailar al son que les plazca… ese público no puede evitar sucumbir,
claudicar y romperse en una sagrada ovación. Porque lo que tienen delante, lo
que tenemos delante, amigos, es un alma transparente que toca nuestras fibras
como quien rasguea las seis cuerdas de una afinada guitarra. Es armonía. Es
poesía. Es arte. Y el arte, cuando es puro y es sincero,
derrumba cualquier barrera. Desnudo sobre el escenario dispara el último
acorde, certero y directo al centro del corazón, y efectúa una cómica
reverencia, riéndose de sí mismo, siendo otra vez el payaso triste, el payaso
guasón, el maestro de ceremonias… el circo entero ante nuestras perplejas
miradas. Deja la guitarra en su cuna, sonríe al respetable, toma del perchero
un sombrero y una gabardina que no son suyos, sale por la puerta de atrás y se
pierde, anónimo entre nosotros, mezclado entre nuestros pasos, viendo cosas que
los demás no somos capaces de ver, anotando en su cuaderno de viaje (tan viejo
como el tiempo, tan joven como la marea que sube) otras palabras, otros sueños,
otros versos, con los que volver mañana, de nuevo, otra vez, a ponernos el
pulso en vilo.
Señoras y señores, ladys and gentlemen,
niños y niñas… la función que acaban de presenciar volverá pronto a sus
ciudades. Se ruega máximo silencio. Peligra la vida del artista.
Israel Alonso
No hay comentarios:
Publicar un comentario